Olor a perro y mango sombreado, por Francisco Rodriguez Sotomayor
Mi padrino conduce el Jeep por la recta infinita mientras Negrita atrás se emboba por la sucesión constante del paisaje verde, amarillo, rojizo, gris al horizonte, diáfano en la proximidad, al tanto que yo acarreo un desencuentro: mi padrino Roberto nunca había propuesto un paseo con Negrita, menos ahora que ella vive echada bajo el mango, entre los frutos en podrizaje emanando un aroma a perro húmedo sombreado. Negrita va en el asiento de atrás. La brisa hace que entrecierre sus ojos y de solo verla se secan los míos, me lloran. Ella saca la cabeza por la ventana, en su rostro lleno de años perrunos confluyen el sol, el viento y un hilo de baba que cae en la carretera, seguido por uno y otro hilo que atan a Negrita al patio de la casa, a la sala, al porche, a la acera frontal, a la suave mano de Acilia, a la de mi padrino Roberto. A mí Negrita me desazona y me oprime el corazón con una ternura que no logro desentramar.
Todo alrededor es aridez y el pétreo rostro de mi padrino Roberto, cuyas razones para cada cosa me parecen verdad en todo lo que dice, dice hacer, dice que quiere hacer y no hace, y dice que no quiere hacer pero hace, cuestión que acato ante el exceso de distancia que hay entre su cabeza y la mía, porque si él se acerca más al cielo, al techo de la casa, a las ventanas de la sala, y sus pies alcanzan los pedales, su palabra para mí es santa. Él ha prometido que en cuanto yo pueda llegar a los pedales del Jeep me va a enseñar a conducirlo, veo que su pie derecho se apoya solemne y cuidadoso sobre el acelerador y que el Jeep le obedece sin rechistar, porque la voluntad de mi padrino puede doblegar hasta al más severo de los objetos y bestias; su promesa de enseñarme a manejar me dan ganas de saltarme años enteros porque ninguna otra esperanza es capaz de animarme tanto. Pero ahora mismo lo que me atormenta es el mutismo que me atrevo a quebrar:
-Para dónde vamos, padrino.
-Ya vas a ver, dice.
Haberle hecho pronunciar esto se siente como un desperdicio, veo sus ojos puestos sobre el retrovisor al mismo tiempo en que Negrita suelta un estornudo tras otro, y haber visto sus ojos posados sobre el espejo me hiela, me hiela en plena llanura, me hace querer buscar un refugio en algún pliegue del interminable paraje. Pero estoy acorralado por el andar del Jeep que va hacia donde mi padrino Roberto lo lleva, soy preso de su ceja derecha levantada, del movimiento rítmico de su dedo índice sobre el volante, de sus vistazos cronometrados hacia Negrita y hacia mí.
-A que no adivinas cuántos años tiene la Negra, me dice en una ojeada.
-No sé, padrino.
-Tiene dieciséis, y cuántos es que tienes tú, me pregunta.
-Siete, padrino.
-Siete…
Volteo a ver a Negrita y parece dormitar.
-Ha estado rara últimamente, ¿no?, me pregunta.
-Cómo así, le pregunto yo.
-Bueno, rara, floja, que ya ni ladra y se la pasa abajo de la mata de mango, me contesta.
Sí, el olor a perro y mango sombreado.
-Sí, está como triste, le digo.
-Algo así…
Sin Acilia mi padrino Roberto es callado e impredecible. Junto a ella él habla jocosa y enérgicamente acerca de lo que sea en las reuniones que se forman en la casa, sobre todo si carga un vaso en la mano. Recuerdo una vez que me acercó su vaso y el olor me dió un corrientazo en el cerebro, mientras él se iba en carcajadas por el pasillo dejándome a mí absorto buscando respuestas, pero Acilia no estaba por ahí. Como no lo está en esta soledad de tres seres.
Mi padrino baja la velocidad para cruzar a la izquierda, donde ya no hay pavimento, sino un camino irregular de piedra y tierra que se adentra hacia el monte. No me atrevo a volver a preguntar para dónde vamos. El terreno rústico hace que el Jeep se agite, y Negrita emite unos sonidos que, de ser palabras, dirían tal vez lo mismo que yo. Mi padrino se ve más rígido. El rostro se le contrae, los labios parecieran querer vocalizar algo que no logro leer. A la distancia veo que dos jinetes se aproximan; mi padrino se orilla ligeramente para darles paso. El segundo de los cabalgantes se le queda viendo fijamente a Negrita y esta suelta un quejido más formado que los ruidos vagos que venía haciendo desde el desvío. Mi padrino se queda viendo el retrovisor como esperando que el reflejo de los hombres a caballo se desvanezca. Y seguimos andando.
Este camino está impregnado de silencio y polvo que el Jeep va convirtiendo en una nube que borra la imagen del mundo a su paso. Para mí es como si cruzáramos una frontera cuyo límite no alcanzo a ver, como si mi padrino asiera el volante ferozmente en busca de un sitio perfecto al que hay que llegar por algún cruce sin señales, como si las líneas de sus manos fueran nuestra única guía en esta planicie desolada. Por el retrovisor la bruma de tierra y un sol rojo, lejano, ardiente. Por los saltos que da el Jeep ya ni logro escuchar a Negrita.
Llegamos a un samán bajo cuya sombra mi padrino pone el Jeep a descansar. Se baja y me dice que no me mueva de aquí. Camina hacia el árbol y se pone de espaldas al carro, mientras un chorro emana de entre sus piernas. Más allá de la sombra del samán, mucho más allá, un circulo negro se mueve y aletea: unos zamuros alimentandose del destino de algún animal de la llanura. Mi padrino viene de vuelta, se para en su ventana y ve hacia dentro del Jeep, contempla el interior del carro lleno de polvo, le pasa el dedo índice al tablero, lo ve como para comprobar la suciedad y se limpia en su camisa que, al salir de la casa, era blanca. Ahorita está de un color que no sabría nombrar. Me veo a mí mismo y sí. Yo también estoy sucio.
Mi padrino va hacia la parte trasera del carro. Abre la cajuela para sacar algo que no logro ver. Le abre la puerta a Negrita y la saca del Jeep. Intento abrir mi puerta pero antes de poder mi padrino me frena y me dice: que te quedes aquí, chico. En su mano derecha carga lo que sacó de la maletera: una escopeta, y en la mano izquierda la correa con que se pasea a Negrita, mis ojos se pasean por la correa hasta su cuello, pero ella no voltea a verme, se queda perpleja viendo en dirección opuesta. Mi padrino y Negrita se van juntos y yo veo sus figuras andar y disminuirse hasta que ya no los distingo. El círculo plomizo más allá del samán continúa su ingesta, uno de los zamuros se aleja y despliega sus alas, las vuelve a encoger y vuelve a su banquete. Mi ojo solo puede ver esto, pero algo siniestro se gesta donde no llega la mirada: una detonación sacude el espacio. Las aves negras interrumpen su festín y alzan el vuelo.
Por el retrovisor de mi lado veo que viene mi padrino dando pasos de gigante, con su mano derecha ostentando aquel objeto mientras su mano izquierda empuña el vacío. Calmado, abre la maletera, guarda la escopeta y se monta tras el volante, con la tensión de su rostro aliviada, entonando un silbido, sin rastro alguno del temperamento que cargaba desde que salimos. Enciende el Jeep y retrocede para encaminarnos de vuelta. En el trecho de tierra volvemos a ver a unos jinetes. Pero no sé si los mismos.
FRS
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