Memoria de la isla, por Francisco Rodríguez Sotomayor

Veo mar después de mucho tiempo. Veo el insolente mediodía, la marea, el salado viento. Irreales gaviotas gravitan el puerto, el dilatado horizonte se desvanece en vapor. Y todavía me tardo en aterrizar. El mar algo intenta decirme. Su idioma me quiere. Lo sé, lo siento. Pero no sé escucharlo. Aún estoy lejos de su lenguaje. Mi cuerpo me insta a desoírlo. No estás listo, me dice, tus pies están cansados. Algo me ve en el paisaje, algo tras el sol, algo se gesta en el oriente. 

II 

Estoy embriagado de lejanía. Aquello que ha quedado atrás parece de papel. El barco navega sobre el benevolente monstruo que ruge al atardecer. Los bordes han desaparecido, la diafanidad me acorrala, la isla me espera en el norte. El viento intenta imponer el silencio. Intenta... intenta. Una música ineluctable se cuela en la cubierta. Música crepuscular, impávida mensajera de tierra firme. 

III 

El navío atraca. He arribado (¿o acaso regresado?) a la isla. Tal vez he atravesado el mar hasta una orilla del pasado. La luna atisba desde la penumbra que empaña esta roca solitaria. Aún la isla se me está vedada. Dónde se esconden las criaturas; dónde duermen las salvajes sombras. Dónde las siluetas de las colinas que bordean la costa. Dónde aquella mujer de senos bocarriba que el salitre arropaba hasta la cintura. Dónde he de reponerme. Dónde he de oír los susurros que se empecinan en mentarme las olas.  

IV 

Una diosa me llamó a un recodo de la noche. Me incitó a descender por inusitadas cavernas; yo acepté, sin titubear, su mano de mundos anteriores. Comprendí que esas grutas no eran su hábitat, sino su emanación. Cada grieta y hendidura se expandía con su paso, y se dejaban entrever roedores alucinados, aves del subsuelo. Ella me convidó a una cena visceral, amarga, nectárea. Atolondrado por la saciedad intenté seguirle el ritmo. Abrió un pórtico sin siquiera tocarlo; dentro había una galería que guardaba en sí un único objeto. En mis manos puso un manuscrito que iba más allá de las lenguas que ella conocía.  

He despertado antes que alborear. Deseo presenciar cómo la isla despierta de su letargo. Deseo ver el nacimiento de aquello que ha gestado el oriente. Quiero asirme a la visión de un sol nuevo. Salgo de mi tenue refugio. Me encamino al malecón. Este suelo es caedura de plagas, cataclismos, testimonio escrito con oscuras huellas de hombre. Me siento al filo del muelle. La luz busca brotar, las olas anuncian el advenimiento de un amanecer inaudito a mis ojos, los márgenes de la isla resurgen y veo finalmente la palmaria reaparición de este mi santuario.   

 VI 

He vivido entre las olas. En alta mar escuché con nitidez (ahora sí) un suave aliento, sutil y terrible. No opuse resistencia a su dictado. Dejó impronta en mi piel de ciertos sellos, símbolos, antiguas oraciones (todo vaticinado en el manuscrito de la diosa). Los grabados ardían más acá de mi cuerpo, los mensajes superiores se asemejaban en sonido al trueno. No podía, no debía, no deseaba, no tenía razón para hablar. Algo hablaba por y a través de mí.  

VII 

La resaca me abandonó tiernamente en una playa. Empecé a seguir un fantasmagórico hilo de huellas caninas. Era mi única ruta. El rastro carecía de sensatez. Mi tranquilidad residía en la cadencia de las pisadas: destilaban una certeza que no me podría dar ningún mapa o brújula. A la distancia podía divisar el límite: acumulaciones de piedras, el fin de la arena. Al llegar, mi guía estaba plantado de cara al ocaso. Me senté a su lado imitando su silencio. Era un perro gris, enflaquecido, aparentemente sumiso, pero solemne y firme; él me antecedía, entendía mejor que yo ese idioma que había escuchado en el mar. Frente a él no necesité nombre y él tampoco ante mí. Su mutismo realzaba el denso aliento marino. Alcancé a ver una irrepetible ola que me dijo de lo innominable que yace en su núcleo, el efímero movimiento de esa ola me habló del perro y de mí, de cómo estábamos hermanados por un vínculo indecible. Al virar para ver al perro, noté que se había ido. Con él se llevó sus huellas. Me dejó con la playa aún más amplia, más ignota; me dejó con la sensación de haberse llevado cierta esencia, de haberme vaciado de cierta suciedad.  


FRS






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