Mi papá: entre el teclado y la cocina, por Francisco Rodríguez Sotomayor


I

Papá tenía una particular forma de hacer las cosas. En su día a día uno podía trazar el recorrido que daba por la casa. Era como un trompo. Desde la madrugada andaba dando tumbos: su primera parada era la computadora, la encendía apenas salía del cuarto; después el café, y entre esos dos destinos rebotaba una y otra vez. Los despertares eran el sonido del teclado y el aroma del café que se derramaba en la cocina.

II

Era un hombre de las mañanas, y uno lo veía o escribiendo o cocinando en esas horas. Y ambas las hacía con igual inventiva y ánimo. De hecho, con frecuencia hacía las dos cosas al mismo tiempo, para desgracia de las arepas. Cuando uno se comía una arepa quemada era porque papá intentaba desdoblarse, tener cuatro manos, dos para amasar y el resto para sacarse alguna historia, alguna poesía, alguna obra de teatro, o la frecuente crónica o semblanza. Pero ningún texto le quedaba crudo o pasado de cocción.

III

Hago hincapié en la creatividad que él tenía al cocinar. A veces le salían obras maestras: platos irrepetibles, deliciosos, únicos, que según él eran el resultado de mucho amor y de echarle cualquier vaina que consiguiera en la nevera. Por eso no se repetían, porque las cantidades y variedades de los condimentos y especias eran fortuitas, producto del más puro azar, si bien el amor nunca faltaba. Al terminar de comer nos preguntaba a Franco y a mí: “¿qué tal quedó el experimento?”, y nosotros lo calificábamos acorde a la realidad de nuestros paladares. Pero por supuesto, la cocina de mi papá era como una página en blanco, y hay párrafos que solo sirven para ser descartados. Había inventos que, después de catarlos, él mismo sin preguntarnos decía que “no me quedó muy buena la cosa”, y Franco y yo nos reíamos y nos veíamos las caras.

IV

Así como la producción culinaria, la literaria era variada en tonalidad, intención, fondo y forma. Si había algo inagotable en mi papá, era la creatividad. Y esa creatividad, creo, relucía más en los textos humorísticos. Poseía una capacidad fantástica para trasladar su humor oral y espontáneo al papel. Sus creaciones humorísticas (que él llamaba llanamente “jodederas”) eran de una amplia gama temática, pero donde predominaban los tópicos sociales, políticos e incluso existenciales, siempre con personajes angustiados, pero nunca pesimistas. Como aquella obra titulada Ni la muerte los separó, que termina con “y murieron felices para siempre”.

FRS





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