Margarita y la voz de papá, por Francisco Rodríguez Sotomayor


Tal vez los más felices recuerdos de mi infancia son los viajes familiares. Los paisajes de Margarita, Mérida, las playas de Falcón y los altos edificios de Caracas pueblan en buena parte mi corazón. Despertarse en el regazo de mi mamá en plena madrugada mientras íbamos en camino a algún remoto lugar, quizá es una de las aproximaciones más certeras a la magia. 


II 


Los viajes a Margarita fueron los que más calaron. Se convirtieron en tradición.  Salíamos de San Juan temprano, vía Altagracia de Orituco. Pasábamos por San José de Guaribe, Valle de Guanape, Clarines, Puerto Píritu y Barcelona. Al llegar a Puerto la Cruz un ferry nos hacía “saltar el charco”, como oí decir a papá tantas veces. 


III 


El encanto de esta travesía hacia el oriente del país residía en las diversas imágenes que iban sucediéndose más allá de la ventanilla del carro. En él íbamos cinco personas: papá (piloto), mamá (copiloto), y mi abuela, Franco y yo en la parte trasera del carro. En mi memoria, cada pueblo que dejábamos atrás generaba gran sensación de curiosidad y misterio; me preguntaba cómo vivía esa gente tan lejos, cómo era posible que estuviesen allí, en ese sitio tan desarraigado del centro de mi geografía, San Juan de los Morros. Muchos de estos asombros salían, y terminaba preguntándole a mi papá. Y alguna respuesta me daba, aunque fuese solo para hacerme reír.  


IV 


Teníamos una parada para almorzar en Valle de Guanape. Por eso para mí en ese pueblo hay un mediodía perenne. El restaurante donde comíamos era pequeño, con techo de palma y paredes de bahareque, un piso rústico y mesas de madera maciza. El hombre que nos atendía era alto, de poblado bigote y cabello negro. Al sentarnos, mientras los tres mayores veían la carta, yo preguntaba a mi papá cuánto faltaba para llegar a Margarita. Decía solamente “ahora es que falta” para aumentar mi ansiedad. Ya habíamos rodado bastante, cinco o seis horas, que en el reloj de un niño es una pronunciada lentitud.  



Llegar a Valle de Guanape era una suerte de ruptura. Porque papá nos decía que eso ya no era Guárico y para mí eso significaba algo. Después de almorzar, regresábamos al carro y él escribía algo en un papel; obviamente yo le preguntaba qué era eso, a lo que contestaba que era el recorrido en kilómetros desde Altagracia. Me mostraba el papel y en él habían distancias: de San Juan a Altagracia, de Altagracia a Valle de Guanape y así con lo sucesivo. Luego en Margarita, yo pensaba en ese papel. 



VI 


En Puerto la Cruz usualmente debíamos esperar varias horas para embarcar. Hasta ese punto jamás había visto un ferry; imaginarlo no era muy sencillo, y mis esbozos mentales terminaban por ser monstruosos. La idea de un barco que podía albergar carros, camionetas y hasta autobuses y gandolas, lejos de ser atractiva, me era tenebrosa; pensaba en el peso, en alta mar, en un naufragio. Cuando al final ví realmente cómo era, mis pensamientos no se apaciguaron. Aquella gran compuerta se abría y la hilera de carros que iba a entrar era inmensa. El barco me parecía que provenía de otro tiempo, una máquina que lucía viva. 



VII 


Tras luego de (más o menos) seis horas en el ferry, se empezaba a divisar la isla. A medida que arribábamos, en la costa se veía actividad lanchera; papá tenía un chiste recurrente durante los primeros viajes a Margarita: el de decirnos a Franco y a mí que saludáramos a esos navegantes que evidentemente no nos podían ver ni escuchar, pero en retrospectiva siento que era una forma de responder a la silente bienvenida de la isla. 


VIII 


Nuestro alojamiento predilecto era en Juan Griego, un pueblito al noreste de la isla; mis padres alquilaban unas cabañas a la orilla de Playa La Galera, que visitaríamos incontables veces a lo largo de los años. Todas las mañanas y todas las tardes de nuestras estadías, de hecho.  


Papá, madrugador absoluto, caminaba el área circundante antes de que saliera el sol. Y al amanecer traía anécdotas de los pescadores y empanaderos, acompañadas de sus respectivas fotografías. Lo hacía con tal asiduidad que ya lo conocían en cada quiosco y restaurante de La Galera; cuando regresaba de estos paseos matutinos, nos llevaba a Franco y a mí a darnos un chapuzón. El agua a cualquier hora estaba muy fría, pero sumamente mansa. Papá y La Galera fueron mi escuela de nado. 


Aún no he visto atardeceres más cautivantes que los de La Galera. 


IX 


La voz de papá durante los viajes era algo esencial. Papá lograba dimensionar los espacios, dotarlos de personajes, substanciar el paisaje, proporcionarles contexto y brillo. Desde que salíamos de casa, papá era un guía; su índice señalaba determinado elemento (que de otra forma pasaría desapercibido) y lo fijaba, evocaba su nombre, lo describía. Mientras conducía nos instruía acerca de los suelos, sobre cómo iban cambiando desde Guárico hasta Anzoátegui, cómo la humedad variaba, cómo la vegetación iba alterándose kilómetro a kilómetro, cómo en el horizonte alguna tormenta se gestaba, cómo el salitre se aproximaba al borde de la autopista mientras más nos acercábamos a la costa. Era un narrador andante, la palabra que avivaba el sentido de un mundo para mí hasta entonces ignoto. 


Francisco Rodríguez Sotomayor








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