Diario de marfil: Reconstrucción intrapersonal de San Juan
Continuamente me exhorto a decirme dónde vivo. Con suerte digo aquí, donde siempre he estado; pero desconozco (casi totalmente) el sitio donde nací. Pervive, eso sí, el nombre. El intento humano supremo de sujetar a través de la palabra. En este caso son dos: San Juan. Sin embargo, en esos momentos en los que titubea el sustantivo, se quiebra y muestra el interior de la vacija, es cuando vislumbro una verdad intransferible. San Juan, como todo sitio donde la vida humana zumba y se teje sin cesar, es inasible. Y es ese vocablo el que fundamenta la sensación profundamente personal que me da mi pueblo: el tejido.
En mi interior (ya la he visto) hay una Penélope que hace y deshace la tela donde se escribe mi posible definición de San Juan. A mediodía, en alguna de sus calles, veo dos niños correteando como satélites alrededor de su madre. Ella los deja ser, que se extiendan, giren (cuidándose de los carros) y, al llegar a una esquina –calle Páez, quizá calle Ribas, soy malo para los nombres– ella los vuelve a atraer hasta sí sin mediar palabra; abre los brazos y de inmediato los niños atienden el tácito llamado. Entonces creo tener una idea clara: eso es San Juan. Pero el día no ha terminado, y la Penélope, con su juego invertido, me hace retroceder. Después entre cinco y seis de la tarde suceden otras cosas: una lluvia repentina, un color anaranjado inusitado, la sensación de que el cielo se lava y se desagua en Los Morros. ¿Será que esto es San Juan, esta doble cara, este azul-anaranjado de seis a.m. a seis p.m.? Pero ya sé las artimañas. Al montarme en el autobús San Juan se desdibuja poco a poco en el horizonte, al anochecer las calles de mis antepasados corren hacia el río del tiempo hacia adelante hacia mí constantemente porque al final el pueblo de mi padre es el pueblo que veo todos los días aquí y acullá tejerse y destejerse, aquél que miento San Juan sin saber de qué hablo.
FRS
Fotografía: Tibisay Vargas Rojas
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