Diario de marfil: La puerta no abierta, por Francisco Rodríguez Sotomayor

 En la primaria donde estudié había, próximo al salón de los cursantes de primer grado, una puerta. Tan sencillo como que era una puerta marrón metálica. Sin embargo, cada vez que sonaba el timbre, y todos los niños salíamos al recreo, habían instantes –breves, muy breves, tal vez más breves de lo que mi memoria evoca– en que yo veía aquella puerta. Evidentemente algo llamaba mi atención de ese rectángulo; alrededor de ella nadie se detenía, nadie ni siquiera la tomaba en cuenta. Pero me llamaba. Jamás la ví abierta, jamás ví nada salir de ahí. El misterio era ella misma. Nada más inquietante en el espíritu de un niño curioso que un objeto –por más insignificante que sea– cuya función esencial nunca se había mostrado ante sus ojos. Claro que sabía que las puertas se abrían, sonaban, se cerraban. Pero ante mí surgió la sensación de que aquella cosa sólidamarrónrectangularmetálica era particular, distinta a todas las demás que ya yo conocía, por el hecho aparentemente intrascendente de no haberla visto ser usada por ser alguno.

El símbolo de esa puerta pasó a ser, en mi mocedad más remota –y aún hoy, mozo en creces– la significación profunda de mi fascinación por el misterio. Aquella puerta, me decía, alguien (o algo siquiera) debe abrirla, algo protege, algo detiene. Pero nunca presencié ese espectáculo. Ese sentimiento, el de no haber visto cómo un acontecimiento sucedía, provocó que de allí en adelante cualquier cosa –el paisaje que retrocede ante mis ojos en un largo viaje, lo que se refleja en el espejo durante mi ausencia– fuese materia de ensoñación. Hallo tan importante lo que titila, vibra, ulula, en fin, lo que pasa frente a mí como lo que dejo atrás, lo que no veo, el adiós, la puerta jamás abierta, la palabra nunca dicha, el beso no otorgado. Incluso eso que no puedo asir o decir es sustancial.

Francisco Rodríguez Sotomayor 




Comentarios

Entradas populares