El más brutal realismo, por Francisco Rodríguez Sotomayor
I
Me gusta leer a Raymond
Carver porque no me da respuestas. Más bien su escritura deja a uno fuera de
lugar, conmovido por dos o tres líneas que no definen ni resuelven nada.
Existen platos fuertes que dejan un gusto que no se va durante un buen tiempo,
o acaso jamás. Carver es otra clase de plato fuerte. Puedo citar de memoria
personajes y argumentos; pero en Carver no se trata de eso. Opino que la única
manera de hablar de la escritura de Carver es teniendo en mente que se fallará
en el intento de dar con un punto final satisfactorio, así como en sus cuentos.
Aquí voy con nada.
II
El deber por excelencia
del narrador es lograr la verosimilitud. Esto es hacer creíble la narración, a
sabiendas de que es ficción. Así Borges, genio entre genios, logra con su
espléndido manejo lingüístico que me sitúe en la Biblioteca (que algunos llaman
el Universo). Pero ese es un caso distinto al que me atañe. Hacer que un cuento
sea creíble es una cosa, pero dar la sensación de que eso es real, es otra. La
realidad es caótica, amorfa y con frecuencia soez. Imponerse la escritura de un
hecho real, transformarlo en literatura, y que tras leerlo notar que la
narración aún carga con el peso de la brutalidad real, es alcanzar algo grande;
pero imaginar los hechos, volcarlos sobre papel, y que todavía se realice ese
propósito, es inmenso.
III
No vale la pena la
mención de los nombres de los personajes de Carver, pues valdría lo mismo si
fuesen anónimos. Pueden nombrarse Dean, o Dummy (así no se llama), o Dave, o el
chico, el hombre, el niño, la mujer, el fotógrafo, el pescador, el guardia. Das
por sentado que tienen nombre o los olvidas, así como en la más vulgar
cotidianidad. En ocasiones el narrador omite su alusión, pero salen a la luz
después, como por casualidad, una sola vez, porque el chico se acordó que
Charles se llama Charles.
IV
Sin ornamentos ni
explicaciones. Nada. Sencillamente estás arrojado en la triste situación
familiar de Maxine, L.D., y Rae, ignorando completamente los orígenes de eso,
como un espectador casual, como cuando por error escuchas en la calle que uno
de tantos rostros en la ciudad padece problemas económicos. L.D. bebe mucho y
está discutiendo fervorosamente con su hija Rae porque… no sabes por qué. Y
Maxine le dice a L.D que se vaya de la casa, que ya no lo soporta, que
convirtió el hogar en un manicomio, y ahí estás tú, leyendo ese pleito, sin
enterarte nunca qué fue lo que hizo L.D., pero sientes el impacto y la pena de
la infeliz familia. Y L.D. empaca sus cosas con furia, medio borracho, y cuando
está a punto de cruzar la puerta se vuelve hacia su mujer y su hija para
decirles una cosa más. “Pero le resultó imposible imaginar cual podía ser
aquella cosa”. Fin de la historia.
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