Diez microrrelatos de Francisco Rodríguez Sotomayor

 

EL VERDADERO

 

Vio su trémula mano al alcance inusitado de la cajera; el billete de diez, las insólitas arrugas, las uñas deslumbrantes que acercaba la mujer de suave nombre que se asemejaba al rostro de Erica, tal vez Claudia; escuchó la cifra, desoyó la orden que franqueó su interior; sudó kilómetros enteros en un latido; palideció al verse como otro imaginando su exterior, lo combinó con la pena instantánea, conjeturó que su cuerpo era un espejo. Levantó la mirada, buscando, detalló la espesa aglomeración insolente que no veía, que no podía ver, que no sabía lo que no podía ver. Tuvo vértigo; la súbita energía de un campo de batalla; el terror acostumbrado que posee el soldado raso en la trinchera, que no sabe qué esperar y actúa como máquina. No supo qué pensar cuando flexionó la rodilla; se enfocó en el tecleo pesado de Erica (¿Claudia?, de algún lado la conozco), contó los artículos que intentaba pagar, sintió el pavor de la inutilidad. Le respondió a la mujer, le pareció posible que ella interrogara a través de su frenética inquietud; Veroni deseó toparse con algo que lo aliviara; atravesar el cristal, fantásticamente salir corriendo del mercado; parpadeó con una fuerza pesadillezca; creyó fugazmente que sus huesos eran una armadura; fabuló una comodidad imposible. Sonrió nerviosamente, se dijo que hoy mañana y siempre. Eran apenas las nueve. Hizo, mentalmente, un veloz recorrido por la amplia Av. Unión, quiso caminar bajo los mangos, falazmente (él mismo se refutó) allí encontraría tranquilidad, aunque fuese momentánea. Despabiló y penetró levemente la cortina del mundo; de pronto, con una potencia animal, pisó el suelo, tomó el cambio, agradeció, agarró las bolsas llenas de víveres; brevemente Veroni, en ese intercambio, volvió en sí, supo que existía. Las bolsas plásticas presionaron fuertemente las coyunturas de sus dedos; apareció bajo el brillo y la calidez mañanera. Afuera olfateó el humo, también un tenue y lejano aroma de gasolina; Veroni se sintió, a la vez, bendecido y desamparado. Empezó a caminar hacia la Av. Las Torres. Veroni no dudó en cruzar hacia siguiente acera.

 

EL ENEMIGO

         Por hoy se ha ido. En los pomos ha dejado huellas, también en las ventanas y en el techo. Fue puntual, siempre lo es. Llega cuando menos lo espero, se queda cuando es indeseado. Tiene un jocoso sentido del humor. Suelo distraerme con sus tenebrosas historias, ya que es de imaginación volátil, macabra, pero no por eso menos fantástica. Ya no le invito café porque me lo vuelca en la cara; hay días que creo adivinar sus patrones, piruetas y muecas, pero me sale con algo nuevo. Es asombrosamente creativo. Sus entretenimientos son variados: cocinar sin camisa, bañarse descalzo, golpear mis nudillos mientras manejo, el cine más mórbido, gritar improperios sin razón alguna, cruzar la calle sin ver a los lados, caminar por las cornisas, esconderme las llaves, abrir las puertas cuando ya me dormí, llevarse mi auto cuando estoy trabajando (le ha espichado los cauchos un par de ocasiones), entre otras diversiones. Este compañero es mi tormento más fiel, la mugre de mis veinte uñas. Debo decir que lamento nunca poder ver su rostro, ni escuchar su voz amenazante.


EL AUSENTE

         Me planté alguna vez en el bullicio, a una distancia de tacto como si fuese bengala que nadie lanzó; ahora noto que mi aspereza es más cruel que una bofetada. Sin presumir tuve oportunidades, ventanas al mundo, pero considero óptima mi estadía en medio de todos los océanos. Carezco de la audacia suficiente para hacerme aparecer con artificios. Cualquier malabar termina siendo inútil: varias noches he rayado paredes buscando distinción; deprisa me he quebrado ante la posibilidad de ser perseguido. Falsamente he creído que estoy traspuesto, la realidad es que no estoy.

 

LA CARICATURA

         Los primeros borradores siempre los resguardaba en mi frente; como podía, cada noche antes de dormir perfeccionaba trazos que me parecían bastante feos; el resultado de aquellas mejoras fue de la escala de una figura de acción, similar físicamente a Peter Pan, pero con la inteligencia que tendría Bruce Wayne. Pese a esto la genial caricatura duró poco: se trastornó, mordía el papel, intentaba robarme el lápiz, me golpeaba los ojos a horas inconvenientes, se traspapelaba con facilidad. No tardé en cansarme de estos comportamientos. La deseché y opté por agrandar la hoja, y para esto tuve que rediseñarlo en un papel bond de un metro de altura. Esta nueva imaginación era de forma humanoide, con rasgos de licántropo, además de una voz de donde a veces emanaba un fino inglés arcaizado. Solía mostrar una imagen hostil y paradójicamente sensible, con altos modales. No disfrutaba de paseos, se rehusaba a la luz del sol y le incomodaba que lo llevase doblado. Su pelaje, sus dientes y su cultura hacían que el susceptible se asombrara y quien intentara intimidarme saliera despavorido. También se dio cuenta de esto, y empezó a ser más flexible para salir. Era todo un espectáculo cuando se rodeaba de personas, y prontamente empezó a exigirme libertad. Se hizo un nombre; en cuestión de semanas era un fenómeno. Incluso concedía entrevistas. Dejó de andar desnudo, se cortó el pelo, olvidó el castellano y con prisa me olvidó a mí. Debo decir que me gustó escuchar una charla que protagonizó en la Biblioteca, pero no dejé de ver que falló en quitarse la falsedad que colgaba de sus pies. Una furia sutil creció en mi interior al verlo tan ridículo. Durante varios días dejé de dibujar aterrado por lo que podía crear. Para sacudírmelo tuve una idea irreversible: Yo nunca había fumado, y fui a la cafetería próxima al parque Miranda y compré dos cigarrillos; luego fui a sentarme en solitario a una vereda del parque. Allí lo esperé, pues era obligatorio que pasara por esa parte de regreso a su apartamento; cuando se hicieron las 8:00. p.m. encendí mi cigarrillo, chupé, y torpemente tosí un poco. Cuando noté que se acercaba, saqué el otro de mi bolsillo. Justo antes de que pasara por el frente, lancé el que estaba fumando a la punta de su bota. En segundos era fuego; después encendí el otro cigarrillo. Terminé de fumar y sentí un pánico fugaz.

 

EL LADRÓN

         Soy el mejor en esto; poseo un equipo de altura y las herramientas de última tecnología. Nadie más apto que yo para quitar y desvanecer. Con los años me he vuelto un maestro del disfraz, he trabajado en casi todas las profesiones, y aspiro ocupar puestos que todavía no existen. Pero a decir verdad ninguna de estas cosas me interesa en sí; mi oficio es un poco más noble. No busco ganar, ni quedarme con lo que no es mío. El asunto es una cuestión de limpieza: de alguna manera, no menos que diabólica, es sabotaje y diversión. Mis victimas siempre serán dueños de lo que me llevo, pero a muchos les falta valentía para buscarme dentro de mis escondrijos, apalearme y sacarme los tesoros de mis manos. Así que soy la medida del valor que le dan a lo suyo; por mi parte, me satisface saber que cumplo con lo mío.

 

EL DERROTADO

         Me reduje a la inutilidad; de nada valen las armas, los blindajes, las paredes de concreto, los ejércitos. El reino, la tierra límite, ha sido tomada. Tal vez seremos despojados de toda pertenencia, dados por muertos, o peor, humillados. No hay rastro mínimo del rey. El palacio sucumbe a los pies del triunfador; las banderas arden y alumbran el caos nocturno; al huir no distinguí entre ratas, perros o gatos. El trono se libró saliendo por la ventana. Me quito los emblemas, vacío en el suelo mis bolsillos. Salvarme, resguardarme. No tengo nombres; para sobrevivir debo navegar entre las sombras. Mi transpiración huele a derrota. Para perder, incluso para perder, es necesario ser fuerte. Cualquier lucero me expone, me victimiza; mis defensas son sablazos al aire. Estoy acorralado por el destino; estoy desnudo.


EL DUELO

         Abrió la puerta con furia; supe, como siempre, que vendría armado, preparado y determinado a darme muerte. Lo invité a quedarse para la merienda de las 4, y no bajó el revolver mientras hablábamos durante el té. Han sido ya años desde su primera interrupción; recuerdo que esas primeras veces yo optaba por duelos inútiles. Dado que en casa jamás hubo armas, a escondidas me fabricaba unas especiales, pero ridículas. Daba vueltas en mi habitación esperándolo, y cuando llegaba, tras mi pánico, luchaba ineficazmente: de todas formas, salía derrotado, baleado y más patético que antes. Aprender fue un proceso arduo pero necesario, y estudiar a mi enemigo era difícil. Cuando compré mi casa, mucho tiempo después de sus primeras apariciones, sabía que no podría evitar su visita; pero, al conocer su asesino enamoramiento, ideé un método infalible. Construí una sala de juegos, privada, donde mi mujer tenía prohibido entrar mientras finiquitaba los detalles; para afinar los deseos destructores de mi futuro huésped, llené la habitación de objetos que sabía que reventarían su lujuria. Al año, el cuarto estaba listo para ser habitado; cuando llegó, ese último día de construcción, le demostré que estaba desarmado, y juré, Biblia en mano, que dejaría de defenderme. Fingí sorpresa al saber que mi diseño le encantó, y manifestó su deseo de quedarse a vivir. Yo, escondiendo mi alegría, accedí. Al pasar varias semanas conoció a mi mujer y amenazó con matarla, pero ella fue más inteligente: lo trató (todavía lo trata) como invitado estrella, y en todas las meriendas le tiene listo un té negro. Él piensa que poco a poco lo enveneno; lo que no sabe es que lo quiero aquí.


JUEGO DE SOMBRAS

         Camino despacio en esta región de aleteo nocturno; no se vale caer en la trampa de las miradas, ventaja injusta de la revelación. Tengo que maniobrar, dar vueltas hasta extraviar la seguridad de este sitio, desorientarme, perder la costumbre de ser dueño de mis manos. Ahí voy, a duras penas, sostenido por el temblor, guiado por el ronroneo que persiste en mis tobillos. Soy puro sentido sin dirección: soy uno, dos, uno, cero, uno, dos, me muevo, serpenteo, me arrastro. Soy feo, luego deforme, después algo que está ahí, certero, escurriéndose como un ladrido entre los perros.


EL ESPECTADOR

         Todo es más claro si dejo de buscar, pero encontrarse tiene su técnica. Dejar de atar cabos es una forma de empezar, luego bajar la cabeza a ras de suelo, escurrirse como parásito y olvidar cualquier camino que lleve desde A hasta B. El truco reside en salirse de la conveniencia y aprender a destejerse. Después, cualquier golpe es certero, estar en el centro de la acción, saber sin explicar que las cosas están aquí.

 

ALGUNAS VENTAJAS DE SER MÚLTIPLE

         Soy saltarín y despistado, casi no me aburro. Tengo en mi haber cualquier deseo y me dedico a encadenarlos con mucha cautela. Son extremadamente salvajes. Soy docto en dejar rencores a medio hacer. También me extravío con facilidad; varias noches desconozco al que recuerda las cosas del día; me pierdo de mis amigos para así sorprenderme cuando los veo en la calle; sé abrirme el pecho para resucitarme. Todavía no veo el secreto de mi identidad. Hablar sobre mí es un hallazgo.




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